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¿Cuánto dices que perdiste?

Llevaba años batallando con el peso. Se apuntó a diferentes terapias, sistemas específicos de adelgazamiento e incluso contrató a un entrenador personal especialista en nutrición.


Pasaban los meses y Anselmo seguía sin perder peso.


De no conseguirlo por sus propios medios, se apuntaría a la lista de espera para operarse de reducción de estómago con el balón gástrico.



Irene, su amiga del alma, le dijo que se olvidara del quirófano.

—Es muy peligroso. Lo sabes muy bien. Recuerda a tu prima Sole, lo empecinada que se puso con el tema y ¿para qué?, para nada. Todo sigue igual.


Anselmo no le hizo caso y se apuntó.


El día 13 de octubre tendría su primera cita en el departamento de nutrición para valorar su estado.


—¡Anselmo Jiménez! Vaya a la puerta 4.


El médico, asombrado por su aspecto, le preguntó muy seriamente por qué quería ser operado.

—Los pacientes que piden el balón están por encima de los cien kilos. ¿Cómo se atreve usted a venir aquí, con sus escasos sesenta kilos de peso? ¿Acaso me está tomando el pelo?


Irene volvió a preguntarle:—¿Cuánto dices que perdiste?


Y Anselmo le respondió tan tranquilo:

—Ocho meses de nuestro tiempo, querida mía.



****

Don Gumersindo era famoso en el pueblo por su mala suerte en los juegos de azar. Cada sábado, se sentaba en la mesa del casino local con una cara de optimismo que rivalizaba con la de un perro esperando un hueso.


Esa noche, armado con un billete de 20 euros y su amuleto de la suerte (una herradura oxidada que encontró en el desván), Gumersindo se dispuso a conquistar el blackjack.


—¡Hoy sí que gano, Cipriano! —le dijo al camarero. 

—Eso dijiste la semana pasada —respondió Cipriano, sirviéndole su habitual limonada de la victoria.


Gumersindo perdió la primera mano. Luego la segunda. Y la tercera. A cada derrota, soltaba un suspiro tan largo que los demás jugadores le preguntaban si estaba desinflando un globo. Finalmente, se quedó sin un céntimo.


Volvió a casa, cabizbajo, pero ensayando su mejor cara de poker. Al entrar, su esposa, doña Clotilde, lo esperaba con los brazos cruzados.


¿Cuánto dices que perdiste? —preguntó, entrecerrando los ojos. 

—Veinte euros, Cloti, te lo juro —respondió Gumersindo. 

—¿Y el reloj de tu abuelo? 

—Ah, bueno… Eso no lo perdí. ¡Lo invertí! Ahora está en manos de un tal Ramón, que me prometió devolverlo... si gana la próxima mano.


Doña Clotilde suspiró. Al menos ahora tenía un motivo para visitar el casino.


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Streetjas
Jun 10
Rated 4 out of 5 stars.

Tristes historias de la vida real.

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