Antes de quitarte las legañas por la mañana, tus pies te llevan automáticamente a la cocina. Enciendes la lámpara y compruebas que todo está en el mismo lugar.
En la fregadera, tres platos, una cazuela, dos tapas y algunos cubiertos, se disputan el poco espacio que hay, a la espera de ser lavados con la suave esponja escondida bajo una paella.
Agarras la cafetera por el mango. Con ambas manos, haciendo un ligero movimiento a la inversa, desenroscas la base, limpias el filtro y echas un poco de agua en el interior.
Abres el cajón, sacas el pote en el que guardas el café y las hierbas para infusionar, metes la cucharilla de medida en el pote y lo depositas, con mucho cuidado, en el filtro.
Medio vaso con agua bastará para llenar el culo de la cafetera.
Vuelves a enroscar la base y te diriges a la cocina. Enciendes una cerilla, -no te gustan los mecheros-, abres la espita y colocas la cafetera en el fogón.
Solo en ese preciso instante es cuando te quitas las legañas en el lavabo.
El café de la mañana se ha de tomar bien despejado, con la cara limpia y los ojos abiertos.
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Cuando me levanto por la mañana necesito un café para volver al mundo de los vivos.
Siempre tengo que pasar por el mismo ritual, busco por la cocina el bote del café, pero como soy un poco marrano, hace días que he abandonado las tareas domésticas más esenciales y no lo encuentro por ninguna parte. Me desespero, y después de muchas vueltas, por fin, está ahí, en el sitio que no es el suyo. ¡Pero, vacío!
Más tarde, por suerte o desgracia, localizó los posos de una experiencia cafetera anterior. Me acerco resignado al tesoro localizado y me encuentro con un engendro que me regalará un pobre brebaje al volver a filtrarlos. Me digo mismamente a mi mismo que más vale esto que nada.
Mientras lo saboreo, contemplo a la vecina del balcón de enfrente y con el rabillo del ojo veo un papel arrugado. Al despegarlo, me avergüenzo de mi patética materia gris al leer una lista de la compra donde reza: comprar café.
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