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El conserje

El visitante entró en el portal del edificio, al fondo un vestíbulo recargado con sofás, mesitas de centro, cuadros de arte incalificable y un conserje con cara de pocos amigos y de mirada profunda, inquisitiva y desafiante, le preguntó al acercarse:


—¿Qué quiere, a donde va, por qué, tiene cita, quién es usted, viene de parte de quién?

Al quedar exhausto por la ausencia de pausas en el interrogatorio, solo pudo responder:


—Un momento, por favor, cogeré mi libreta para apuntar mientras cojo aire.


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Una vez resuelto, el conserje, con el semblante satisfecho le dio permiso indicándole la puerta del ascensor.


El visitante avanzó con paso titubeante, sintiendo todavía la mirada perforante del conserje en su nuca. Pulsó el botón y esperó. La puerta metálica le devolvió un reflejo ligeramente desencajado debido al trance sufrido.


Al abrirse las puertas, entró y marcó el piso indicado en la nota que sostenía con dedos sudorosos. El ascensor se puso en marcha con un leve traqueteo y, al llegar, se abrió a un pasillo alfombrado en rojo, con paredes cubiertas de tapices oscuros.


Avanzó despacio, los pasos resonaban huecos. Frente a él, una puerta con una placa dorada. Dudó. Tocó tres veces. Silencio.


Entonces, la puerta se entreabrió sola con un chirrido. El mismo conserje que lo atendió en el vestíbulo lo esperaba dentro. O, ¿era su gemelo?



****

Don Tomás era el conserje de la universidad de Arqueología y un gran apasionado del imperio egipcio, sobre todo de la dinastía XVIII en la que reinó Tutankhamon. Los cuarenta y cinco años al mando de la conserjería le valieron el apodo con el que sus compañeros de la universidad lo bautizaron cariñosamente: Tomaskamon.


En el calendario de su mesa, el 2 de julio estaba marcado en rojo. Faltaban veinte días para su jubilación. Le esperaban nuevas costumbres y todo el tiempo del mundo para dedicarse a sus crucigramas, sus videos del National Geographic de Egipto y sus largos paseos por el parque.


Un grupo de alumnos, el rector del campus y una docena de amigos se pusieron de acuerdo para hacerle un regalo que no olvidaría en su vida.


Llegó el día. Ernesto, su amigo del alma y encargado de darle la noticia, quedó con él en la bodega de siempre. Debía entregarle un sobre lacrado con el sello de la universidad.


—¿Es para mí? ¡Qué misterio!, ¿no? —dijo Tomás, intrigado.


No salía de su asombro.


—¡Un viaje a Egipto durante tres semanas para visitar todo aquello que soñé! —exclamó  Tomás emocionado.


Días después, en el aeropuerto, su nombre resonó por megafonía. Lo llamaron seis veces, pero nadie acudió a la zona de embarque.


Tomás nunca llegó a subir.


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Streetjas
hace una hora
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