Geles de placer
- dowlezes
- hace 1 día
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Vladimir Kowalsky trabajaba como buzo en una de las plataformas de la empresa Equinor, en el Mar del Norte. Su misión consistía en despegar los centenares de crustáceos que se adherían a la base. Un trabajo peligroso que requería la experiencia de los mejores.

Cada tres días volvía a casa con su esposa Eva que lo esperaba, ansiosa, con los geles reconstituyentes; Geladol para la espalda y Trombocid para el cuello.
Para Vladi eran geles de placer. Era su momento de relajación total.
Con cuidado, Eva vertía una gota en sus manos y comenzaba a masajear su cuello. Sus dedos, suaves como seda, exploraban cada músculo tenso. Vladimir con los ojos cerrados, sentía cómo el dolor se desvanecía bajo su presión.
—Eres mi salvación, —susurró él, mientras ella sonreía.
El gel, frío al principio, se calentaba al contacto con la piel. Eva lo extendía con movimientos lentos, como si estuviera pintando un cuadro sobre su espalda. Vladimir notaba cómo su cuerpo respondía, no sólo al alivio del dolor, sino también al despertar de un deseo que solo ella podía saciar.
—Eres mi gel de placer, —dijo él con una sonrisa pícara.
—Y tú mi buzo favorito, —le susurró al oído, mientras sus pechos rozaban su espalda.
En el fondo, Vladimir recordaría sus pechos y su aliento caliente sobre su piel.
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El frasco ámbar reposaba sobre la mesilla, su etiqueta apenas legible bajo la luz tenue. Ella lo destapó con un gesto pausado, dejando que el aroma se expandiera entre las sombras de la habitación. Notas de ámbar y vainilla flotaron en el aire, envolviéndolos en una promesa silenciosa.
Él la observaba con una sonrisa apenas insinuada, como quien intuye el desenlace de una historia pero disfruta de cada palabra. Su piel estremeció bajo el roce inicial, una percepción líquida extendiéndose con la yema de sus dedos. La calidez se deslizó por su espalda en un rastro de caricias invisibles, despertando en la piel memorias que aún no habían ocurrido.
Cerró los ojos. El tacto se transformaba en un juego sutil de temperaturas, en un vaivén de sensaciones que se fundían con el sonido de su respiración entrecortada. Se movieron sin prisas, enredados en una danza de piel y perfume, de miradas que hablaban más que las palabras.
La noche se diluyó en un paréntesis donde el tiempo dejó de importar. Cuando el frasco quedó olvidado sobre las sábanas desordenadas, solo quedó el eco de su risa y el aroma persistente de una promesa cumplida.





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