Juego de seducción
- dowlezes
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Entre idas y venidas ejecutaba una coreografía perfectamente estudiada. Se acercaba a la silla por detrás, flexionaba ligeramente el cuerpo para recoger platos, dejaba un leve roce de los pechos en su espalda y al incorporarse para volver a la cocina, dejaba otro leve roce de caderas en su antebrazo.

—¿Cuándo dejarás de jugar? ¿No crees que ya es hora de echar la carne a esta barbacoa que has encendido? —preguntó, desesperado.
—Tranquilízate, puede que más tarde..., si te portas bien —respondió ella, con los ojos entornados—. ¿Qué te parece si salimos a pasear un rato?
Él exhaló con resignación y dejó caer las manos sobre la mesa.
—Sabes que me desesperas, ¿verdad?
Ella sonrió, ladeando la cabeza con picardía. Se apoyó en el respaldo de la silla y con un dedo recorrió la línea de su mandíbula.
—Lo sé —susurró—, y me encanta.
Él resopló y se levantó con lentitud. —Si salimos ahora, la carne se echará a perder.
—¿Y si encontramos algo mejor? —dijo ella, deslizándose delante de él, obligándolo a mirarla.
Él la observó unos segundos, evaluando la invitación en sus ojos oscuros. Luego tomó aire y la sujetó de la cintura. —Eres un peligro.
Ella soltó una risa suave, entrelazando los dedos con los suyos. —Vámonos antes de que cambies de opinión.
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Por delante, quedaban tres meses de duro entrenamiento para que aprendieran todas las técnicas. Para eso habían sido escogidas.
Los lunes por la mañana, tocaba clase de aikido. Diez minutos para un refrigerio, ducha con agua fría y otra vez al ruedo. Por la tarde, las clases eran de defensa personal. Todo valía, como repetían hasta la saciedad los instructores del centro.
Los martes y miércoles se destinaban a ejercicios de supervivencia en campo abierto. El único equipo que podían llevar consigo era el machete reglamentario, las botas, el uniforme sin ninguna prenda de abrigo y un lápiz. Todo lo demás se guardaba en el cuartel.
Todos los jueves abordaban el juego de seducción mental y física. Era el día más temido y, a la vez, el más fascinante. Si en las misiones debían intimar con el enemigo para sonsacarle información, lo hacían sin rechistar. La diferencia entre vivir o morir era hacerlo o ser descubiertas.
El sábado lo dedicaban a responder preguntas tipo test para validar los conocimientos adquiridos y el domingo, ¡oh, maravilloso domingo!, ese día que anhelaban tanto como el aire que respiraban, lo dedicaban a dejar su equipo en perfectas condiciones y descansar un poco porque sabían que al día siguiente, volvía a activarse esa semana de locos.
Y así, los próximos ochenta y tres días.





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