De la misma manera que ocurre cuando coges arena y dejas que se resbale entre los dedos, dentro de veintitrés días, los trescientos sesenta y seis se irán para no volver.
Otra vez nos vestiremos con una prenda roja, algunos prepararán una gran mesa con todo lujo de detalles. Las uvas, las campanadas, las copas llenas.
A aquellos que la vida les dio de lado, no tendrán tanta suerte.
Un año entero da para muchas historias, buenas, malas, regulares, proyectos que se escribieron en un diario y que tal vez no se consumaron. Otros que sí.
Alegría, tristeza, vida, muerte. Soledad, compañía.
Personas que han tenido grandes oportunidades y otras a las que el destino ha abandonado a su suerte.
Está por finalizar un año en el que han ocurrido millones de cosas.
A la vuelta de la esquina nos espera otro cargado de incertidumbres, de ilusiones, de pensamientos, de sueños.
¿Cuántos se quedarán en el cajón? ¿Quién recuperará el tiempo perdido?
Este año, aquí cerca, miles de personas lo han perdido todo. ¿Por qué? ¿Acaso hay allá arriba un dios bondadoso?
Me niego profundamente a creerlo. De la misma manera, me niego a pensar en que no tengamos solución.
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El reloj de la plaza marcaba las 23:59. La gente se había reunido en la recta final del año para despedir el viejo calendario, con brindis, abrazos y promesas. Sin embargo, ese año era distinto. Nadie sabía por qué, pero todos lo sentían: el aire estaba cargado, como si algo grande estuviera a punto de suceder.
Martín, un anciano que había visto ochenta y cinco años pasar, se detuvo frente al reloj, fascinado por el tintineo metálico de las manecillas. Observó cómo el segundero avanzaba con pesadez. "Algo está mal", pensó. Un murmullo recorrió la multitud cuando el segundero llegó al último segundo antes de la medianoche... y se detuvo.
Los fuegos artificiales no estallaron, las campanas no sonaron, las risas se apagaron. Todo quedó suspendido en ese instante. La gente miró a su alrededor, aterrada. Era como si el tiempo se hubiera congelado.
Martín cerró los ojos. Sabía lo que era: el año se había acabado, no el tiempo, sino el concepto mismo. Las hojas de los calendarios eran irrelevantes ahora. No habría otro enero, ni otro diciembre. La eternidad había comenzado.
Cuando abrió los ojos, la multitud estaba inmóvil. Sólo él podía moverse. "El tiempo es nuestro regalo", pensó, y con una sonrisa triste, avanzó hacia el silencio eterno.
Me gustó.