Los cajones de la memoria
- dowlezes
- hace 13 horas
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El coronel Jonathan Smith, se personó a las 3:50 hora Zulú, con su chófer, en el cuartel general. Su cometido consistía en reclutar a los diez soldados más preparados de la División.
Los fallos no estaban permitidos.

—Necesito a diez voluntarios para una misión arriesgada. Las instrucciones las dará después el sargento mayor Derrick, —dijo el coronel.
Uno a uno, levantaban la mano y, a la pregunta de Derrick, respondían en voz alta: “soldado Mengano, Señor”.
No había duda de que irían los mejores.
—Mañana, a las 22:05 hora Zulú, reúnanse en la sala de proyecciones. Hablaremos de la misión. —Dijo el sargento mayor.
Los diez muchachos, el coronel, Derrick y un civil de la CIA, se reunieron en la sala.
—Saltaréis desde una altura de cuatro mil metros. Aún estáis a tiempo para retiraros. No habrá consecuencias.
—Sargento Mayor, proceda. —dijo el tipo de la CIA.
Volarían por encima de los Cárpatos a una altura comprometida. El punto de encuentro era a una milla de la fortaleza de Rasnov, ocupada por los nazis. La misión consistía en entrar, bajar a la cámara acorazada, robar los cajones de la memoria y salir sin ser vistos.
—¿Alguna pregunta?, —dijo el tipo de la CIA mientras encendía su pipa.
—De ustedes depende que localicemos el secreto mejor guardado.
****
María deslizaba los dedos por los viejos cajones del escritorio de su abuelo. Nunca había abierto aquel mueble antes; siempre estuvo allí, pesado y silencioso, como si custodiara secretos demasiado frágiles para ser descubiertos.
El primer cajón contenía cartas. Letras torcidas, tinta desteñida. “Te espero en el café de siempre”, decía una, firmada por un nombre desconocido. María frunció el ceño. Su abuela nunca mencionó otro amor.
En el segundo cajón, fotografías amarillentas. Su abuelo de joven, sonriente, con un grupo de hombres uniformados. En otra, una niña de rizos oscuros con una muñeca de trapo. María no la reconocía.
El tercer cajón se atascó. Tiró con fuerza y algo cayó al suelo: un diario. Lo abrió con dedos temblorosos.
"No tuve valor de contar la verdad. Perdí a mi hija en la guerra y nunca la encontré. La busqué en cada rincón, en cada rostro. Por eso me aferré tanto a María. Quizás, si ella supiera…"
María sintió un nudo en la garganta. Nunca había escuchado de otra hija, una hermana perdida en la historia. Cerró el diario con cuidado y lo sostuvo contra su pecho.
De repente, el viejo escritorio ya no era solo madera y polvo. Era un testigo de lo que su abuelo nunca dijo en voz alta.





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