Querrán postres
- dowlezes
- hace 3 horas
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Marcela y Xesco estaban tan concentrados que, por tercera vez, no atendieron al camarero.
—¿Querrán postres? —Les dijo bastante alterado.

Su conversación se volvía cada vez más sucia, y ambos deseaban desaparecer del restaurante cuanto antes.
Marcela, con una risita, pidió la cuenta mientras Xesco le hacía cosquillas en la entrepierna, bajo la mesa.
—¿Quieres parar? —dijo Marcela, con un tono que sugería todo lo contrario.
Salieron a la calle. Llovía intensamente. Justo en la esquina había una parada de taxis. Discutieron dónde irían.
Optaron por un lugar neutral: un love room discreto situado en la zona alta de la ciudad. La habitación disponía de un gran surtido de aparatos de placer y juegos eróticos.
Dos años antes, Xesco sufrió un accidente vascular que afectó su erección. Marcela, experta en rehabilitación sexual, se ofreció a ayudarlo.
—Ya me encargo de todo —dijo con una sonrisa pícara.
Mientras calentaban motores, Marcela susurraba palabras clave para que Xesco se concentrara, pero su técnica no funcionó.
—A veces, el problema es la puesta a punto o el combustible —bromeó Marcela, comparando su miembro con un cohete.
Cuatro horas después, dieron por terminado el intento. No hubo éxito. Al despedirse, lo hicieron con frialdad, descartando un nuevo encuentro.
Fue la única vez que los "propulsores" de Xesco fallaron, y la "especialista" no pudo solucionarlo.
****
El restaurante El Tenedor Imposible era famoso por dos cosas: sus platos gigantes y su camarero, Paco, un hombre con la paciencia de un monje y la astucia de un zorro.
Aquella noche, una familia de cuatro había devorado una paella de tamaño industrial. Paco se acercó con su libreta y su pregunta de rigor:
—¿Querrán postres?
Se produjo un silencio. El padre se acomodó en la silla, la madre miró la carta con fingido interés, y los niños, con las barrigas hinchadas, hicieron cálculos mentales.
—Yo creo que no puedo más —dijo la madre.
—Yo tampoco —mintió el padre.
—Bueno… tal vez uno para compartir —se atrevió el mayor.
—Sí, solo uno —añadió el pequeño, con la esperanza de que fuera suficiente.
Paco sonrió.
—Perfecto. ¡Les traeré cuatro cucharas!
Minutos después, llegó con un coulant de chocolate humeante… y cuatro tenedores de carne.
—Aquí tienen —dijo con una sonrisa pícara.
La familia se miró horrorizada. No había forma de comerlo sin destrozarlo.
—Ah, perdón… —añadió Paco, teatralmente—. ¿No dijeron que querían compartirlo de verdad?
Y mientras ellos intentaban equilibrar el postre sobre los pinchos metálicos, Paco se alejaba, satisfecho. Porque si algo disfrutaba más que servir postres… era ver cómo sus clientes aprendían una valiosa lección: cuando hay chocolate de por medio, mejor pedir uno para cada uno.





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