El patio de la escuela
- dowlezes
- hace 4 horas
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Faltaban dos semanas para empezar el curso en Baíña y los alumnos no sabían quién sustituiría a doña Carmen. La pobre sufrió un infarto mientras corregía los exámenes de junio.

Eusebio, el alguacil, leyó un bando del ayuntamiento, anunciando que todos los chavales y profesores debían acudir el primer sábado de septiembre en el patio de la escuela, porque el director quería darles una buena noticia.
Llegó el día. Intrigados, todos se presentaron a la hora indicada. La expectación se podía cortar con una navaja.
—Chicos, como ya sabéis, nuestra querida maestra, doña Carmen, nos dejó este verano repentinamente. Qué Osiris la tenga en su gloria, —dijo con tristeza en el rostro.
—Para este nuevo curso tenemos una novedad, —siguió largando el director.
De Oviedo llegó una mujer joven, alta, rubia, con una melena que le llegaba a media espalda. Algunos padres protestaron por el físico de la nueva maestra.
—Señor director, ¿seguro que atenderán los chavales?, —dijo la madre de Juanito.
Los profesores que se incorporaron a últimos de agosto, no tenían noticias del nuevo fichaje, pero la propuesta la tomaron con emoción.
—Un cambio no nos vendrá nada mal, —dijo Rafa, el profe de mates.
La mujer desentonaba como un diccionario en las manos de un necio.
En el aire flotaba una duda: ¿encajará la nueva?
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El inspector Miralles encendió un cigarro y miró el patio vacío. El recreo había terminado, pero el silencio seguía tenso, como si el cemento aún guardara el eco del grito.
—Fue aquí —dijo la directora, con los labios apretados—. Nadie vio nada.
El cadáver de Germán Suárez, conserje del colegio, había aparecido a primera hora, desplomado junto al columpio. Un golpe seco en la nuca. La mancha oscura en la grava aún no se había borrado del todo.
Miralles exhaló el humo y se agachó. Entre las piedras, encontró una canica roja.
—¿Sabe de algún problema con los alumnos?
La directora titubeó, evitando su mirada.
—Voy a necesitar hablar con el grupo de quinto.
Una hora después, los tenía delante. Ocho niños, con los rostros serios. Entre ellos, Carlos, el hijo del conserje.
—No debió tocar a Lucía —dijo Carlos, con voz firme—. No después de que le avisáramos.
Miralles los observó en silencio. Sus ojos no reflejaban miedo, sino resolución.
—¿Quién lo hizo?
—Todos —respondió una niña, levantando la barbilla—. Fue justo.
El inspector dejó caer la canica en la grava. Miró a la directora, que permanecía pálida y muda.
—Usted lo encubrió.
Ella cerró los ojos.
—Arresten a la señora. Los niños se van a casa.





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