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El tren de las cinco

Todos los martes, a las cinco de la tarde, la única diversión que tenía Juanito y su pandilla era bajar del pueblo al apeadero de Baíña para ver si, aparte del revisor y el cartero, aparecía alguien más.


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Pasaban los días sin cambios, hasta que un martes de finales de agosto, ocurrió algo inesperado. Los chavales, escondidos detrás de unos barriles destartalados, observaban cómo descendía del tercer vagón una mujer, alta como un pino, rubia y con un vestido tan ajustado que podían leerle hasta la cartilla.


El mayor del grupo no tenía más de trece años, pero ya sabía latín. Juanito se fijó en los pantalones de sus amigos y, con una risita vergonzosa, señaló diciéndoles que él también podía leerles la cartilla.


—¿Se habrá perdido la moza? —dijo Evaristo mientras se tapaba el bulto con la chaqueta.


Extrañados, se miraban los unos a los otros, preguntándose qué diantre hacía una mujer de esa talla en un pueblucho de mierda como el suyo.


De repente, un coche negro aparcó justo delante de los barriles. Bajaron la ventanilla y una mano hizo el ademán de invitarla a subir al vehículo.


Mientras los chavales estaban absortos mirando esas curvas, Juanito pudo escuchar, a duras penas, una frase que salía del coche: «Bienvenida señorita Gisela. Mañana le presentaré a sus nuevos alumnos».



****

Cada tarde, el tren de las cinco pasaba frente a la vieja estación abandonada. Sus ventanas reflejaban el sol poniente, y su silbato rompía el silencio del pueblo. Pero nadie lo tomaba. Nunca se detenía.


Una tarde, Manuel, el encargado de la estación, vio a una mujer de vestido oscuro en el andén. Miraba fijamente las vías con una expresión vacía.


—Señora, aquí no paran trenes —le advirtió.


Ella sonrió con labios pálidos.


—Hoy sí.


Confundido, Manuel se giró al oír el silbato. El tren de las cinco apareció entre la niebla, más lento que de costumbre. Algo no estaba bien. Sus vagones parecían antiguos, corroídos. Las ventanas, ennegrecidas.


La mujer subió sin decir nada. Cuando Manuel trató de detenerla, vio los pasajeros: sombras de ojos hundidos que lo observaban en silencio. Un aire helado lo envolvió.


El tren arrancó. Pero en el último vagón, Manuel vio su propio reflejo en una de las ventanas. Solo que… él seguía en el andén.


Corrió a su garita, temblando. En los archivos viejos encontró una noticia amarillenta: Descarrilamiento del tren de las cinco. Sin supervivientes. Año 1923.


El silbato sonó a lo lejos. Y en la ventana, su reflejo le sonrió.


1 comentario

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Streetjas
hace 2 días
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Muy buenos escritos 👏🏻👏🏻😬😉👍🏻

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