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Iconoclastas irreverentes

En un mundo donde los discursos políticos se han vuelto guiones ensayados, los iconoclastas irreverentes son una rareza. No se conforman con repetir frases vacías ni con seguir la coreografía del poder. Rompen moldes, desafían normas y, lo más importante, hacen temblar a los que prefieren la comodidad del statu quo.


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Pero ser irreverente no es simplemente gritar más fuerte o soltar ocurrencias sin filtro. Es cuestionar lo incuestionable, desmontar dogmas y exponer verdades incómodas con inteligencia y precisión quirúrgica. No se trata de destruir por destruir, sino de sacudir conciencias y forzar debates reales.


El problema es que el sistema no los quiere. Prefiere la estabilidad de los obedientes, la previsibilidad de los que nunca dicen algo que incomode demasiado. La irreverencia auténtica es peligrosa, porque despierta, sacude y a veces hasta transforma.


Los iconoclastas irreverentes en política no son aquellos que juegan a la provocación barata, sino los que se atreven a desafiar lo establecido con una mezcla de ingenio, coraje y lucidez. Son los que, en lugar de adaptarse a la política como es, intentan cambiarla en lo que debería ser.


El verdadero desafío no es encontrarlos. Es escucharlos antes de que el sistema los devore o los convierta en aquello que un día juraron combatir. A esos, si todavía queda alguno, habría que dejar de llamarlos políticos.



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En las calles de Intercourse, en Pensilvania, donde las normas eran densas y estaba prohibido vulnerar las tradiciones, apareció un grupo de jóvenes que se hacían llamar los iconoclastas irreverentes. Sin ninguna orientación aparente, empezaron a hacerse notar en cada rincón de la ciudad.


Muchos eran artistas, pensadores, escritores, soñadores que habían decidido romper, de una vez por todas, con lo establecido.


Su primera acción fue pintar el gran monumento de guerra de la plaza principal. Convirtieron la figura de un soldado feroz en una paloma de colores con muchas alas que representaban la diversidad y la libertad. 


Muchos transeúntes se detenían en frente para admirarla o para arrojarle escupitajos.


Después le tocó el turno a las bibliotecas, no para quemar libros, sino para llenarlos con notas al margen, preguntas incómodas y nuevas interpretaciones. “Las ideas no son fijas, pueden transformarse”.


Pero su gesto más atrevido fue el silencio. Un día, decidieron no hablar, no actuar. 


Se sentaron en la plaza en silencio. La ciudad, acostumbrada al ruido y al orden, no supo cómo reaccionar. Fue entonces cuando muchos entendieron que la verdadera irreverencia no está en destruir, sino en crear espacios vacíos donde lo nuevo pueda nacer.


Los irreverentes no querían cambiar el mundo, pretendían sembrar la duda. No alentaban la destrucción, sino la posibilidad de crear un cambio.



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