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La muñeca

La niebla serpenteaba entre los troncos retorcidos del bosque. Cada paso de Tomás crujía sobre hojas muertas y ramas secas. No sabía por qué había tomado ese sendero olvidado, solo que algo —una sensación, una llamada muda— lo había empujado a seguir adelante.


Entonces lo vio.


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Al pie de un viejo roble, una muñeca de porcelana reposaba sobre la tierra oscura. Sus ojos azules parecían seguirlo, y su boca, apenas abierta, mostraba dientes diminutos. Tomás sintió un escalofrío.


Cuando se inclinó a mirarla mejor, un rumor se deslizó entre los árboles. No era el viento.

—Devuélveme —musitó una voz infantil.


Tomás dio un paso atrás, su respiración agitada. La muñeca ahora estaba sentada, aunque él no la había tocado. Sus labios se movieron.


—Devuélveme...


Algo tiró de su pantalón. Gritó. Miró hacia abajo y vio unos dedos pálidos emergiendo de la tierra, aferrándose a su pierna.


El bosque se llenó de risas rotas y pasos invisibles. Tomás corrió, sintiendo la tierra ceder bajo sus pies. Detrás, la muñeca lo observaba con una sonrisa más ancha.


Al llegar al pueblo, jadeante, miró sus manos. Estaban cubiertas de tierra. Y en su bolsillo, sin haberla tocado, descansaba la muñeca.


Esperando.



****

Había nacido con un don, pero el destino le tenía preparada una mala jugada.


Matilda, de pequeña, prometía ser la mejor violinista del conservatorio de música del Condado de Chester.


Sus profesores estaban muy emocionados con ella. Aprendía todo a la perfección. La ejecución de las obras que le proponían, se podían equiparar a la destreza, técnica y brillantez con la que tocaba la escocesa Nicola Benedetti.


El claustro del conservatorio organizó una reunión con sus padres. Querían ofrecerle a Matilda una beca de estudios en la Fundación Benedetti. Estaban convencidos de que esta cría llegaría a lo más alto.


«Los niños pueden llegar a ser terriblemente malvados»


Matilda compaginaba sus estudios básicos con la música. Su vida transcurría entre cuatro ambientes: la escuela, el conservatorio, su casa y cuando tenía tiempo, el patinaje sobre hielo.


Su padre se enfadaba constantemente. Tenía miedo que le pasara algo, pero su madre, antigua patinadora artística en los JJOO de invierno, la alentaba a no dejar esa pasión que compartían.


Una tarde de octubre, cuando Matilda se dirigía al club de hielo, un gamberro del barrio le arrebató los patines. En el forcejeo, Matilda salió bastante magullada con el pronóstico de dos costillas perforadas, la muñeca derecha destrozada y un chichón que le duró semanas.


Nunca más pudo tocar el violín.



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Streetjas
hace 3 días
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